Comentario de libros: Sewell. Luces, sombras y abandono
Antonio Rojas Gómez, destacado escritor y crítico literario, aborda la obra de María Eugenia Lorenzini con cierto asombro – la descubre en su octava edición- pero con un ineludible reconocimiento a su buena pluma. «El lenguaje es amable, -escribe Rojas Gómez- fácil de comprender y de seguir. Frases cortas, claras. Muy buena prosa. Un manejo del idioma que no es común y es un agrado leer. Al cerrar el volumen uno comprende por qué lleva tantas ediciones».
Este libro no es una novedad. Fue publicado en 2003 y desde entonces ha tenido numerosas ediciones. La que acabo de leer es la octava, de junio de 2013; ignoro si hay posteriores. No es habitual que una novela alcance ocho ediciones en Chile. Lo normal es que sea solo una, de la cual se vende la mitad de los ejemplares. Por eso, me aproximé a Sewell con una mezcla de curiosidad e intriga.
Después de cerrar la última página, la curiosidad está satisfecha y la intriga, resuelta.
El libro ofrece una visión bastante acabada de lo que fue la vida en ese pueblo en que vivieron los trabajadores del mineral del Teniente. La trama va desde 1946, cuando se realizaba la campaña presidencial de Gabriel González Videla, hasta el estallido de la dictadura, en 1973. Es decir, parte con los gringos de la Braden Copper Company y pasa por la chilenización del cobre de Eduardo Frei Montalva y la nacionalización de Salvador Allende Gossens. La lápida la pone Pinochet.
Pero no es una historia política. Es una novela en la que importan más las personas comunes y corrientes, con sus expectativas, triunfos y fracasos, que las luchas por el poder. Yo no sé qué comía al desayuno el senador Raúl Rettig, de quien guardo la mejor opinión, pero me recuerdo perfectamente de la inyección de insulina que le aplicaban cada tarde a mi abuelita. Lo que en verdad importa somos nosotros, la gente, los pobladores de la vida y de la literatura.
De manera que asomarse a Sewell, la novela, es como viajar a Sewell, lo que cualquiera puede hacer hoy. El pueblo ha sido convertido en atracción turística y cuantos lo visitan, se manifiestan encantados. Pero ven solo casas, paredes, espacios, maquinarias, qué sé yo. No hay gente. No hay vida. Puede que un hálito arcaico erice las pieles más sensibles… Y eso ocurre a los lectores de la novela de Lorenzini: terminan con la piel erizada.
Porque han vibrado con los amores de muchachas ilusionadas, de jóvenes soñadores y esforzados, han tosido con los viejos silicosos, han corrido despavoridos ante los fatales accidentes en la mina, han visto salir los cuerpos cubiertos de las víctimas y a los sobrevivientes pálidos y temblorosos. Pero no solo eso, también han conocido a los ingenieros gringos, que beben whisky en su club exclusivo y no viven en un colectivo de cinco pisos sino en casas confortables, lo que no significa que estén a salvo de penas, de traiciones, de desencuentros y errores.
Y hay más, porque el pueblo es zona seca para los obreros. Pero se las arreglan para conseguir aguardiente. Y aprendemos cómo lo hacen. Caminamos por senderos ocultos junto a los audaces que trasladan el licor en neumáticos sellados que cargan a la espalda. Y procuramos eludir la vigilancia de los guardias, los serenos que son la policía de los gringos.
Pero también nos topamos con la policía chilena, con un capitán de Carabineros que intenta conquistar a una muchacha enamorada de un minero, con la complicidad de la propia madre de la niña. Y volvemos a ver al capitán, ahora convertido en general, cuando las Fuerzas Armadas y de Orden se hacen cargo del pueblo, en 1973.
Es decir, está todo. Todo lo que le pasó a Chile, desde que el poeta Neruda apoyaba a González Videla con un verso repetido de Arica a Magallanes: El pueblo lo llama Gabriel. El mismo senador Neruda que debió escapar oculto al exilio cuando Gabriel dictó la Ley Maldita que proscribió al Partido Comunista. Y lo que ocurrió aún antes, cuando uno de los protagonistas recuerda su infancia en las minas del norte, donde Luis Emilio (nunca se menciona su apellido) lo estimuló a leer y estudiar para ser alguien, mucho más que un huérfano desamparado, el hombre en que llegó a convertirse y que nunca olvidó sus principios. Está el Chile esperanzado de la Patria Joven, el iluso e impulsivo de la Unidad Popular, el subyugado por la dictadura cívico militar.
Y están las gentes anónimas que arrastran sus vidas difíciles entre los riscos de la alta cordillera, donde no crece una brizna de pasto.
En lo formal, el libro ofrece una mirada colectiva desde el relato en primera persona de cada protagonista, y son muchos. Estos relatos, capítulos breves, se van alternando unos con otros y encadenan la historia que avanza rápida, sin necesidad de descripciones ni explicaciones de un narrador externo. En la primera parte imperan las historias de amor de los jóvenes, por lo que pudiera pensarse que estamos en presencia de un argumento propio de teleserie, pero en la página 145 caen las Sombras que dan paso a la segunda parte, donde la aparente sencillez se complica hasta llegar al Abandono, tercera parte, en la página 233. Y aún hay un Epílogo (Pág. 261), también escrito en primera persona por una de las figuras principales de la obra.
El lenguaje es amable, fácil de comprender y de seguir. Frases cortas, claras. Muy buena prosa. Un manejo del idioma que no es común y es un agrado leer. Al cerrar el volumen uno comprende por qué lleva tantas ediciones.
Antonio Rojas Gómez
Escritor, periodista y crítico literario