«Escasas Pertenencias» de Miguel Ruiz, comentada por Jaime Quezada
Nada de escasas estas Escasas pertenencias para una casi cincuentena de textos que dan unitario y armónico contenido a libro de tan parco y singularísimo título. Título que, después de todo, bien viene a revelar, y sin alarde sonoro alguno (a no ser un rima y ritma tus acciones), la muy sensible y sigilosa faena de un autor que, además de su oficioso quehacer poético, pone en ese quehacer su mismo y propio “corazón como una moneda luminosa entre la escarcha”. No es extraño, entonces, que la poesía de Miguel Ruiz, cargada de emotividad e intensidad (y de asombro), se deje leer y releer admirativamente página a página y texto a texto en un sensitivo ojear y en un contagioso hojear.
Y un entrar, a su vez, en una escritura poética convocadora y conmovedora de un goce lectural y, a su vez, redescubridora de un mundo aun no contaminado por los vicios de ilusorias modernidades, sino enriquecido en su pureza y su ternura, y hasta de ingenuidades valederas en su encantamiento y gracia. Presencia de un mundo tan cotidianamente usual y vívido como si el autor de esta poesía lo descubriera por azar o por magia, sorprendido y admirado de ese perdurable mundo: casa natal, paisaje de infancia, recuerdos, memoria, evocaciones, sueños (“nuestros sueños sean solo el sueño de otros o de nadie”) y todo en una especie de hebra o encadenamiento de un poema con otro en una relación de armónica y unitaria escritura.
En las páginas de este libro están los temas y los tratamientos evocadores que hacen de esta poesía un lenguaje permanente de lo cotidiano y una contempladora mirada rescatadora de lo familiar. La casa natal y la infancia -se ha dicho- en un paisaje que el poeta anhela develar y, al mismo tiempo, conservar para siempre en su memoria, recreándola y haciendo trascendente lo cotidiano utilizando lo cotidiano. Igual la tierra y sus frutos en una mirada no solo contempladora sino en un reflexivo rescatar las raíces primeras y originarias en su esencial rescoldo, en sus valores humanos y en sus ciclos estacionales. Basta “un sendero cubierto de matorrales hacia una casa cerrada” para reconstruir tiempos y espacios que la memoria hace definitivamente perdurables y trascendentes.